miércoles, 10 de marzo de 2010

La otra cara de la libélula

Las cosas no son blancas o negras, eso ya lo sabemos, o creemos saberlo.

Las libélulas no son la excepción. Siempre fueron seres portadores de magia, azuzadoras de una emoción brillante, ligera, pura, infantil. Siempre fueron asociadas con la libertad regeneradora del verano, con la música cristalina de los ríos, con la calidez esponjosa de la hierba sobre la que nos tumbábamos al sol. Su vuelo era desenfadado, liviano, como lo eran por entonces nuestras almas. Pero nuestras almas han cambiado.

Siempre observé que había algo de diabólico en las libélulas, algo de malvado, como un secreto que trataban de guardar. O en realidad no. No lo guardaban, no lo escondían, era yo. Yo decidí no verlo, decidí no conocer la otra cara de la libélula, por miedo a que el mito se derrumbase. En cierto momento, cerré tan fuerte los ojos, que al abrirlos las libélulas se habían ido, probablemente cansadas y aburridas de bailar para alguien que no seguía todo su ritmo, que se dejaba compases, que omitía las notas graves, los tonos desafinados y las estridencias. Fue justo que lo hicieran.

Las libélulas matan para sobrevivir. Comen, por ejemplo, indefensas larvas de mosquito. Su vuelo parece inocente, pero puede hacer perder el equilibro al incauto, y eso ellas lo saben, y lo practican, a veces incluso por diversión. Los brillos y flashes que generan en su vuelo distraen, pueden provocar epilepsia, y en ocasiones concretas la pérdida de la cordura. Son engañosas, volubles, vengativas. Cuando la ira o el miedo las concierne a todas, se unen en un torbellino letal. Y al final mueren, como todos, mueren y sus cuerpos se desintegran sin más para formar parte de otra cosa.

Las libélulas son lo que son, ora esto ora lo otro, y hacen lo que saben hacer. No es justo recriminarles nada por eso, al contrario, se puede aprender mucho de ellas si se las observa en todos sus aspectos, sin apartar la vista.

Nada ni nadie en este mundo se libra de la "otra cara", salvo, quizá, los personajes que nos inventamos. Pero estos están cercenados, incompletos, y con el pequeño defecto de no estar vivos.

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