jueves, 18 de marzo de 2010

Manduca de gamusino I

"EL PERRO DE PABLITO"

Pablito tenía un perro. Un clavo no, un perro. Y el perro tenía cola, como todos los perros. Bueno, es cierto que no todos los perros tienen cola, pero el de Pablito sí, sí tenía. Era un perro muy bonito, un Yorkshire. Pero éste era distinto, tenía las patas muy, pero que muy largas, como las de una jirafa, o más, así que los pelos no le llegaban al suelo, como le pasa algunos Yorkshire. El Yorkshire de Pablito se llamaba Cupido, vaya usted a saber por qué. Lo cierto es que no me parece un nombre bonito, por eso nunca llamé así al perro de Pablito. Siempre le llamé Chucho, menos cuando hacía aquello tan gracioso con la cola, entonces lo llamaba Chuchi. Sí, eso es más horrible incluso que Cupido, JAJA!

La cuestión es que Pablito y yo montábamos en su Yorkshire gigante para dar largos paseos por el valle. Con una escalera plegable de madera subíamos hasta su lomo, luego recogíamos la escalera y la llevábamos con nosotros, para poder bajar, claro. Imagine qué incómodo, Pablito, yo, y una escalera apretujados en el pequeño lomo de un Yorkshire. Más de una vez pensé que el perro no aguantaría, que se partiría por la mitad, o que le flaquearían las piernas, o que uno de los dos caería desde las alturas, o que caería la escalera y nos las veríamos para bajar. Pero nada de eso ocurrió nunca, Cupido aguantó. Qué horroroso nombre, Cupido, para un perro.

Pues paseábamos algunas tardes por el valle, pero el valle era más bonito por las mañanas, cuando iba a hacer sol. Esto es porque la niebla cubría el valle, y nosotros, a lomos de Cupido, tan alto, la veíamos por encima, y todo parecía un inmenso mar de niebla, sólo en algunos sitios la copa de algún árbol asomaba a la superficie. Luego, a medida que el sol iba calentando el valle, la niebla se iba disipando, y aparecían por aquí y por allá los robles, los castaños, los chopos, las vacas, el río, el pueblo de Pablito... y era como si todo hubiese surgido mágicamente de la Nada. Más de una vez pensé que realmente bajo la niebla no había nada... ¡porque Cupido nunca tropezó!

Entonces, al bajar, cogíamos la escalera y la atravesábamos en el río, como si fuera un puente. Nos subíamos en ella y desde ahí, les tirábamos piedras a los peces, para practicar la puntería. Claro que primero recogíamos las piedras de la orrilla, donde se quedaba el chucho. Era muy gracioso verlo beber agua desde la orilla. Como no podía arrodillarse, tenía que despatarrarse para tomar el agua con la lengua, como hacen los perros. Luego el pobre las pasaba canutas para volverse a poner derecho. Pablito corría a ayudarle, pero yo lo pasaba en grande viendo desde la escalera cómo el perro de Pablito intentaba ponerse derecho, y a su amo dándole ánimos, porque el perro tenía su orgullo y en esa situación casi no se dejaba tocar. JAJA!

Un día salimos a pasear sobre Cupido por la falda de la montaña y a Pablito le dio por hablarme de cosas de amor, de esas que tanto le gustan. En un momento me dijo algo muy serio. Yo no le vi la cara seria porque yo iba detrás y él no me miraba, pero digo que era una cosa seria por la voz que puso Pablito al hablar. La cosa es que en ese momento el chuchi empezó a mover la cola de aquella manera que a mí me hacía tanta gracia, y empecé a reír sin poder parar, tanto, que casi me caigo. Luego Pablito no dijo nada más y tuvimos que volver a casa sin tirarle piedras a los peces porque aquél día el chuchi estaba muy raro.

Pues vea usted lo que era aquél perro. Era un perro muy especial y Pablito le tenía mucha estima. Cuánto lloró aquél día que murió. Yo fui al entierro. Iba por Pablito y porque yo también le tenía estima al chucho, pero la verdad, más porque me intrigaba cómo iba a ser su tumba. ¡Era larguísima! Yo le pasaba un brazo por encima a Pablito para consolarle pero por dentro me reía un poco de lo larga que era la tumba. Desde los pies, que era donde estábamos, casi no se veía la lápida. Luego fuimos Pablito y yo a dejarle ahí unas flores. Pablito llorando, pero yo... imagínese lo que me reí cuando vi aquél nombre escrito en la piedra: Cupido. ¡Cupido! ¡Qué nombre más horrendo para un perro!


sábado, 13 de marzo de 2010

El Progreso en la Ciudad Viva


Muchas veces he imaginado ciudades en el bosque... No, más concretamente, ciudades hechas de bosque. En esas ciudades no hay parques, no son necesarios, la ciudad misma es un parque. La gente no queda en verse a la entrada de un McNada, sino en "el viejo Roble" o en "la roca de -nombre de algún personaje legendario- ". No hay polución, ni hay ruido excesivo (sólo el necesario para sentirse acompañado), ni tampoco edificios grises y de horrenda rectitud. Todo es orgánico, todo forma parte de algo, todo está vivo en la Ciudad Viva.

Ciudad o monte. Monte o ciudad. Deduzco muy lógicamente que debo estar como una cabra, porque dicen que la cabra tira al monte. Pero reconozco que me gustan las oportunidades urbanas, y también esa centralización que reúne en un espacio reducido una gran cantidad de mundos posibles al alcance de uno.

A día de hoy es imposible encontrar esa unión, lo más cerca que conozco de esa posibilidad son las ecoaldeas, o el regreso a la vida rural en pueblos remotos. Pero ¿es posible en un futuro? No es una idea absurda, al contrario, creo que necesaria. De hecho, creo que ya impera tanto esa necesidad que, aunque seguimos con viejos esquemas, la mirada se vuelve de nuevo hacia "lo natural" en un intento casi desesperado. Esto ya hace mucho que sucede, pero, ¡¿por qué no avanzamos más rápido!? La respuesta debe ser la misma de siempre, así que no la diré...

El árbol es madera, pero madera viva, madera que crece y que da frutos, que después podemos comer. Nuestros muebles son de madera, y algunas casas también, muy finos y relucientes, pero muertos al fin y al cabo. Me imagino cómo debería ser levantarse por la mañana y comerse una manzana recogida de la mesa del comedor. ¡Mhhhh...!

Hay un largo trecho entre la fantasía y la realidad, pero no es insalvable. Tenemos tecnología y conocimiento suficiente para empezar ese proceso, y la estamos gastando en falsas e inútiles necesidades, que lo único que producen son cosas muertas y estériles que se acumulan en los vertederos. Al final nuestro medio ambiente será eso, un gran vertedero. No es que no haya vida en los vertederos, las bacterias adoran la putrefacción, y las cucarachas y las ratas, y algunas gaviotas, etc. Podemos legar nuestro mundo a esos animalitos, ¿por qué no? Tienen el mismo derecho que nosotros.

Casas-planta. Me encanta imaginar casas-planta. Su energía proviene del agua y del sol y del aire. Los desechos que produce son transformados en más energía, tanto para sí misma como para las casas y los habitantes de su alrededor. Además son tan bellas, tan orgánicas, tan sensuales con esas curvas, que una ciudad de casas-planta sólo puede producir placer a la vista. Y no sólo casas-planta, sino también hogares-planta, que son lo mismo, pero incluyendo a sus moradores y sus actividades y productos en ese sistema vivo.

Leído esto, a nadie le extrañará que en mi deambular imaginario haya pensado en dedicarme a la arquitectura, o la biotecnología, o la bioarquitectura, o la literatura. Lo malo de la última es que lo único que puedes palpar/oler/saborear es papel y tinta zombies (muertas y vivas a la vez), y con internet ya ni eso.


miércoles, 10 de marzo de 2010

La otra cara de la libélula

Las cosas no son blancas o negras, eso ya lo sabemos, o creemos saberlo.

Las libélulas no son la excepción. Siempre fueron seres portadores de magia, azuzadoras de una emoción brillante, ligera, pura, infantil. Siempre fueron asociadas con la libertad regeneradora del verano, con la música cristalina de los ríos, con la calidez esponjosa de la hierba sobre la que nos tumbábamos al sol. Su vuelo era desenfadado, liviano, como lo eran por entonces nuestras almas. Pero nuestras almas han cambiado.

Siempre observé que había algo de diabólico en las libélulas, algo de malvado, como un secreto que trataban de guardar. O en realidad no. No lo guardaban, no lo escondían, era yo. Yo decidí no verlo, decidí no conocer la otra cara de la libélula, por miedo a que el mito se derrumbase. En cierto momento, cerré tan fuerte los ojos, que al abrirlos las libélulas se habían ido, probablemente cansadas y aburridas de bailar para alguien que no seguía todo su ritmo, que se dejaba compases, que omitía las notas graves, los tonos desafinados y las estridencias. Fue justo que lo hicieran.

Las libélulas matan para sobrevivir. Comen, por ejemplo, indefensas larvas de mosquito. Su vuelo parece inocente, pero puede hacer perder el equilibro al incauto, y eso ellas lo saben, y lo practican, a veces incluso por diversión. Los brillos y flashes que generan en su vuelo distraen, pueden provocar epilepsia, y en ocasiones concretas la pérdida de la cordura. Son engañosas, volubles, vengativas. Cuando la ira o el miedo las concierne a todas, se unen en un torbellino letal. Y al final mueren, como todos, mueren y sus cuerpos se desintegran sin más para formar parte de otra cosa.

Las libélulas son lo que son, ora esto ora lo otro, y hacen lo que saben hacer. No es justo recriminarles nada por eso, al contrario, se puede aprender mucho de ellas si se las observa en todos sus aspectos, sin apartar la vista.

Nada ni nadie en este mundo se libra de la "otra cara", salvo, quizá, los personajes que nos inventamos. Pero estos están cercenados, incompletos, y con el pequeño defecto de no estar vivos.

lunes, 8 de marzo de 2010

Canción de la nieve de marzo o el vals del silencio.




Ver caer los copos helados del cielo gris es siempre una especie de milagro para el que se ha criado en un clima templado. Como un niño contempla uno las sombras minúsculas y oscuras que visten la niebla alta de topos danzarines. Topos que caen, caen, lentamente, sin prisa por llegar al suelo, y sólo se descubren blancos en contraste con un fondo oscuro, que desenfocamos adrede con la vista para poder seguir el recorrido de la nieve.

Nieve de Marzo, un insólito paisaje.

Con el televisor encendido en el canal de noticias 24h, se entera uno de las quejas mundanas hacia el fenómeno: carretera cortada, árbol caído, gente no duerme en casa...

Con la ventana encendida en el canal de noticas 24h, la nieve sigue cayendo. Empieza a acumularse en los tejados, las barandas, las ramas de los árboles. En los campos, en los coches, en las aceras. Parece que el mundo se viste hoy de blanco, no marfil, ni beige, ni ese gris sucio de algunas fachadas, sino blanco, un blanco frío y esponjoso.

La nieve sigue y sigue cayendo, impasible, paciente. Uno puede estar loco o estar en lo cierto si al prestar atención a la trayectoria que marcan los copos al caer descubre que bailan un vals, el Vals del Silencio. No es un silencio poético, no es un silencio con ausencia total de sonido, no es un silencio del alma. O a lo mejor es todo eso: un silencio del Tiempo, todo queda inmóvil, y sin embargo, la nieve baila un vals.

Un-dos-tres (cambia de dirección)
Un-dos-tres (vuelve a cambiar)
Un-dos-tres...

Y así, poco a poco, de tres en tres, el tiempo va haciéndose cada vez más lento, hasta que al final se para...

y todo se queda en blanco, como una fotografía navideña capturada en un instante que quiere hacerse eterno. Dejemos que crea tal cosa, no fundamos su esperanza antes de tiempo.