domingo, 8 de noviembre de 2009

Canción del viento furioso o el rastro de la melancolía.





Desde anoche y hasta ahora el viento no ha cesado ahí fuera. El Viento, el mismo que ruge, que silba, que canta y aúlla. Su música no es dócil ni melódica como la de la lluvia, sino visceral, rotunda.

Todo el espectáculo llega amortiguado por el cristal de la ventana, ¡y menos mal! Llega por un lado del valle como una procesión de almas airadas, que arrasan sin piedad en un grito grave, unívoco y terriblemente veloz. Tal grito no cesa, se mantiene en un acorde sostenido por alguna furia remota. Pero no todo es solamente ira y rabia. Algunas almas se han desprendido de la procesión para hacer sonar sus propios instrumentos: el chirrido del hierro torciéndose se lamenta y pide perdón por el horror que se avecina, la cerámica que rueda por un suelo al parecer hueco, y tras un breve silencio, estalla. El bufido tubular de una cañería oxidada, el vibrar nervioso de un alambre tenso, el latigazo rítmico de una cuerda suelta, el aporreo insistente de una madera, ... ¡un sobrecogedor portazo!

Todo eso parece ocurrir fuera, y dentro, en la casa, que es caja resonante de esos y otros sonidos misteriosos, desconocidos, todo parece estar en calma. Es desde esa calma que veo a los árboles bailar una danza que no sigue el compás terrible del vendaval. Las cuerdas blancas y perfectamente paralelas del tendedero se mueven, como pinzadas por dedos invisibles, emitiendo los inaudibles sonidos de un arpa milenaria, entonando una canción que ya conozco. Es el rastro de la melancolía, los restos humeantes de una guerra, la esperanza que nace de un corazón hecho trizas, el resurgir del fénix de entre las cenizas y su canto enérgico a la vida.

De nuevo ni el Otoño ni el Viento han podido prever los resultados de su obra. Los armónicos inesperados de su siniestra sinfonía les han vencido. Y yo, sinceramente, esta vez les doy las gracias.