martes, 25 de octubre de 2011

Otoño

Aquella mañana el alquimista se levantó por rutina, con un sentimiento al mismo tiempo amargo y dulce. Aceptó, por fin, que todos sus años de búsqueda habían sido infértiles. Al acercarse a su mesa de trabajo, observó en silencio que entre aquellos materiales raros y artilugios humeantes, no había definitivamente rastro alguno del Gran Secreto que tanto había buscado. Descorrió una cortina acartonada que ocultaba una estrecha ventana casi olvidada. La abrió un par de dedos, rompiendo el hermetismo sagrado del laboratorio. Era su venganza. Luego, se dispuso a iniciar su jornada de trabajo sin ninguna pasión.

Apenas había abierto sus cuadernos cuando oyó un ruido. Era el chirrido de unas bisagras oxidadas. Volvió al trabajo sin darle mayor importancia, pero de nuevo el ruido le interrumpió. Lo intentó una tercera vez, aunque aquella ventana estaba dispuesta a hacerse oír y a pesar de que el alquimista era un hombre terco, cuando empezó aquél gemido rítmico no tuvo más remedio que levantarse e ir hacia allí.

Y frente a aquél cuadrado recortado en la piedra algo cambió. Vio a través de él, a una gran distancia, nubes oscuras rodeadas de una aureola de luz que pasaban a toda velocidad sin percatarse de que alguien las miraba. Quiso preguntarles algo, pero otro alguien se le adelantó. Una ráfaga de viento otoñal irrumpió en la sala por aquella ventana, haciendo que sus hojas golpearan la pared y causando remolinos en aquél interior antes sellado. Desordenó papeles, apagó velas e hizo que algunos frascos de cristal se estrellasen en el suelo. Después todo quedó en calma. Todo excepto el alma del alquimista, que estaba eufórica, pues acababa de comprender algo esencial acerca del Universo.