Una vez, hace tiempo, decidí lanzar todas las fotografías a la hoguera. Arrojé todo vestigio de mis recuerdos a los leones del olvido, que los devoraron aprisa, sin remordimiento, sin compasión. Destruí mis libros de poemas y mis historias de mundos fantásticos, aplastándolos como se aplasta a un insecto que incordia. Con asco y resentimiento reduje todo mi pasado a polvo y cenizas. Y lo peor de todo: olvidé a mis libélulas. Aquellas con las que noche y día emprendía el vuelo, bajo la luna, las nubes y las estrellas. Abrí su cuadra y las ahuyenté con un grito de desesperanza, y volaron en todas direcciones hasta perderse en los bosques esqueléticos de aquél gélido invierno.
Caminé, desde entonces, al paso de los caracoles. Me arrastré de un lado a otro acumulando a mi espalda el polvo asfixiante de los estériles caminos, vagando con torpe y babosa lentitud en una dirección incierta que me era indiferente, lamentándome del terrible desatino que era mi existencia. Fui un fantasma entre los hombres y me acostumbré a la soledad que me otorgaba la viscosa transparencia de mi carne. Me recluí a todas horas en el caparazón, que se agrandaba y se hacía fuerte con el tiempo, y si viajaba, lo hacía solamente en una espiral que era cada vez más y más oscura, más y más estrecha, que sólo conducía hacia mí mismo. Ésa fue precisamente la ventaja, la única. Lo que ocurría fuera era atroz y descabellado, sin sentido, estúpidamente inútil. Pero dentro, aprendí a controlarlo todo. Y ese descubrimiento fue maravilloso.
Han cesado los golpes.
Huele a tierra húmeda.
Ya no hace tanto frío.
Oigo un aleteo allí fuera...
¿A ver?
...sí, lo que esperaba.
Las libélulas han regresado. Otra vez.
Caminé, desde entonces, al paso de los caracoles. Me arrastré de un lado a otro acumulando a mi espalda el polvo asfixiante de los estériles caminos, vagando con torpe y babosa lentitud en una dirección incierta que me era indiferente, lamentándome del terrible desatino que era mi existencia. Fui un fantasma entre los hombres y me acostumbré a la soledad que me otorgaba la viscosa transparencia de mi carne. Me recluí a todas horas en el caparazón, que se agrandaba y se hacía fuerte con el tiempo, y si viajaba, lo hacía solamente en una espiral que era cada vez más y más oscura, más y más estrecha, que sólo conducía hacia mí mismo. Ésa fue precisamente la ventaja, la única. Lo que ocurría fuera era atroz y descabellado, sin sentido, estúpidamente inútil. Pero dentro, aprendí a controlarlo todo. Y ese descubrimiento fue maravilloso.
Han cesado los golpes.
Huele a tierra húmeda.
Ya no hace tanto frío.
Oigo un aleteo allí fuera...
¿A ver?
...sí, lo que esperaba.
Las libélulas han regresado. Otra vez.
2 comentarios:
jo ho vaig fer aquest estiu això de cremar/tirar sense compasió, i la veritat es que no m'ha anat gens malament. aquí s'ha d'anar per feina.
a veure quina direcció prendrà tot això. espero que les libelules es quedin aquí, que a mi em fan una mica de por i si han d'anar sueltes pel menjador de casa m'agafarà una crisi nerviosa.
ens veiem aviat :)
mi señor libelula..
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