Cerré los ojos por tres días y se sucedieron las luminarias allí arriba.
El primer día vi el presente con brillante claridad. Surcaban el cielo las nubes, cantaban los pájaros y calentaba el sol las hojas verdes del avellano, el olivo y sus amigos. El jardín bullía de vida y sin embargo parecía tan muerto por exceso de presente. Pasó volando una sombra.
El segundo día vi el futuro. En confortable horizontalidad el falso cielo oscuro se tiñó de un blanco tenue, que fue tomando fuerza en lo que transcurrían los años. Yo tomaba trenes y aviones, quizá también barcos, y seguro que automóviles, y visitaba esos lugares en los que nunca he estado, portando en la mano la antorcha de la felicidad y a los hombros la capa del éxito. Pero pasó volando otra sombra, quizá la misma, y el falso cielo volvió a quedar oscuro.
El tercer día no quise ver más. Tuve miedo de la sombra. Pero las historias que comienzan deben terminar por ley natural, y para terminar esta debía ver el pasado. Sin darme cuenta, me encontré de pleno sumergido en la cálida tierra, donde un rizoma dividido en secciones contaba la historia de mi vida, y sorbía por innumerables raíces los jugos de mis pequeños logros y mis grandes amores. Todo cobró sentido al ver que el rizoma terminaba a mis pies, y no se había cercenado en algún punto indefinido como yo pensaba.
Rizomas y raíces del pasado: bebed del mundo y del amor.
Tallos, troncos, hojas y ramas del presente: limpiad el aire y embelleced las almas.
Flores y frutos del futuro: creced como si no hubiera mañana.
De nuevo cierro los ojos
para dejar de ver el tiempo.
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